"(La muerte) ha sido siempre para mi una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone."

miércoles, 7 de julio de 2010

Crítica Literaria

El COLOR DEL VERANO
Reinaldo ArenasTusquets Editores. Barcelona, 1999.
Por Juan Abreu

Acaba de aparecer la más espectacular y corrosiva de las obras que conforman la venganza —literaria y humana— del escritor cubano Reinaldo Arenas, nacido en Cuba en 1943 y muerto en Nueva York en 1990; me refiero a El color del verano (Tusquets Editores, Barcelona, 1999), la cuarta novela de su pentagonía. Las otras cuatro novelas que la integran son: Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar y El asalto. Otra edición de El color (Ediciones Universal, Miami, 1991), aparecida en Miami poco después del suicidio del autor, ya resultaba difícil de encontrar y había sufrido el organizado silenciamiento de las derechas e izquierdas que padecen, ambas con semejante ardor, el horror ante un libro tan transgresor, insultante, desparpajado, irrespetuoso, bello y brutal. Un libro libre. Pues bien, ese silencio ha terminado; o al menos ahora les será mucho más dificíl imponerlo. Desde las vidrieras y estantes de las mayores librerías de España la más violenta y feroz de las novelas de Arenas está al alcance de todos. En lo personal, siento una alegría inmensa. Conozco los desvelos del autor para que su libro viera la luz antes de morir. Sospechaba que después de su desaparición todo sería más dificil. Y tenía razón. Hemos tenido que esperar nueve años para que este texto, uno de los más originales, importantes y hermosos que haya producido la literatura cubana, encontrara editores en España. Suerte parecida ha padecido El asalto, una estremecedora visión del futuro de la humanidad que, cuando apareció en inglés, recibió elogios de la crítica en medios tan prestigiosos como el New York Times. Sin embargo, tampoco esta obra ha sido publicada por ninguna importante editorial española. Por suerte esta situación concluye con la determinación de Tusquets Editores de publicar las cinco novelas en los próximos años. El autor de El mundo alucinante, una personalidad avasalladora y polémica, concebía la actividad creadora como una maldición y una dicha que debían ser asumidas con la mayor honestidad y la mayor libertad posibles. Eso, junto a su anticastrismo militante, le trajo el silencio y el rencor de la izquierda europea y latinoamericana. La rebeldía de Arenas —que supo mantener con estoica firmeza hasta la muerte— eran , y son, dificiles de aceptar en un mundo controlado por una izquierda nostálgica, hipócrita y oportunista, y una derecha reaccionaria, bruta y machista. Su obra, prohibida en Cuba, se resiste a cualquier maniobra de apropiación, o a ser reciclada —como se ha hecho con la de Lezama Lima, Virgilio Piñera o Lydia Cabrera, por solo poner tres ejemplos— y usada por la dictadura, aún después que su autor ya no está para librar esas batallas políticas. Esta novela, que ahora sostengo en mis manos con una mezcla de emoción y tristeza, con una mezcla de dicha y alivio, comenzó a gestarse hace más de veinte años en la Habana. Escuché las primeras descripciones de lo que sería alrededor de 1972, en las tertulias que organizabámos en el Parque Lenin. Desde entonces este libro vivió dentro de Reinaldo, estuvo con él en la prisión del Morro, en las granjas de trabajo forzado, en los interrogatorios en Villa Marista, en las incesantes fugas y en el exilio. Ayudándolo a sobrevivir, a soportarlo todo. Cierta vez, dominado por la desesperación, durante los terrible días que pasó oculto en el Parque Lenin, me dijo: "¡Y todo por ser un cobarde, por no tener valor para terminar con mi vida!" Ahora sabemos que la cobardía no fue el motivo, como demostraría más tarde en aquel frío apartamento de Manhattan. No podía quitarse la vida porque tenía dentro El color del verano, y un verdadero artista no tiene otro remedio que hacer su obra. Por eso no se mató en aquel parque horrendo, por eso se levantó de la cama en un hospital de Nueva York, cuando los médicos lo daban por muerto, y escribió El color del verano, antes de matarse, cercado por el sida. Una novela redonda, circular, eso nos dice Reinaldo Arenas en el prólogo; que por cierto se halla en la página 259. Lo que nos da una idea del carácter anticanónico de la obra. El prólogo, además de explicar las circunstancias en que El color (y la pentagonía) fueron escritas, es una suerte de testamento, de declaración de principios donde el autor define su libro de la siguiente forma: "...no se trata de una obra lineal, sino circular y por lo mismo ciclónica, con un vértice o centro que es el carnaval, hacia donde parten todas las flechas. De modo que, dado su carácter de circunferencia, la obra en realidad no empieza ni termina en un punto específico, y puede comenzar a leerse por cualquier parte". Este es uno de los grandes méritos de la novela: su estructura; la forma en que ha sido concebida y planificada responde de forma tan perfecta a los objetivos del autor que —pura paradoja— la "independizan" de la sensación de ser un artefacto literario y la convierten en un producto fascinante, literariamente marginal. Un producto que alcanza uno de los mayores logros al que puede aspirar un creador: convertir a su autor en ficción (en personaje que lo suplanta y aniquila) y a la ficción que nos ofrece en historia; inaugurando de esta forma un ámbito en el que la fábula se instaura por derecho propio como vida real. "Quiero ser recordado como un duende", dijo una vez Arenas. Un duende es un ser fantástico, que procede de la tierra, del bosque; que no es humano aunque lo parece al menos morfológicamente. Un duende es un producto de la imaginación, es decir de la libertad, que ha logrado imponerse a la historia, a la carne y a la muerte. El color del verano es una novela escrita por Reinaldo casi ya duende. Un Reinaldo atrapado entre la apocalíptica destrucción de su cuerpo y un estado de belleza alcanzado en un éxtasis de lucidez artística. A las puertas de la muerte, el autor de Otra vez el mar desencadena un ciclón de humor mordaz para que nos libere —no hay que olvidar que al final Fifo, ya vencido y al garete en su globo, lo que provoca en la población son estruendosas carcajadas— de la criminal solemnidad de la dictadura. En el futuro, los jóvenes cubanos recordarán a Fidel Castro como Fifo, un payaso patético y pavoroso. Y esa será la gran venganza de Arenas. ¿Pero es ésta una novela exclusivamente de la venganza? No, en lo absoluto. Es un texto sobre la juventud perdida, sobre la obstinación y el compromiso del artista con su obra por sobre todas las cosas, sobre la represión homosexual y la libertad homosexual, sobre el misterio de las madres que en el caso de Arenas encarna en el verso de Lezama: "Deseoso es aquel que huye de su madre..."; sobre el padre perdido, sobre el amor y la imposibilidad de escapar al lugar donde se nace, sobre la miseria humana y sobre la pasión irrenunciable a la libertad y la independencia individual. Y, me parece necesario apuntar, es una novela sobre la piedad: una piedad que planea sobre toda la obra como una lluvia infantil que nos recuerda que todos somos víctimas de una conjura inexplicable y macabra: haber nacido. Y, claro está, es también una meditación amarga sobre lo cubano. Esta novela redonda, elástica como un cartoon, desmesurada y musical, triste y divertida, irrumpe como un terremoto en el panorama domesticado, conformista, sumiso y formalmente trillado de la literatura cubana contemporánea. Como Lautreamont, cuyos Cantos de Maldonor nutren la delirante cópula marina entre Tiburón Sangriento y la Mayoya, el autor de El color del verano no se proponía hacer literatura cuando escribió este libro. Su objetivo era mucho más misterioso y poético: quería transformarse en literatura, desaparecer, que las palabras lo poseyeran, destruyéndolo y rehaciéndolo. Nada que hayan producido los cubanos en los últimos cuarenta años contiene tanta libertad como estas páginas.

Morir en junio


y con la lengua afuera©Por Daniel Ferreira.


Si en algún libro se puede aprender por acto reflejo todo lo que se necesita para escribir (si esto no resulta de por si una imposibilidad ontológica), si en algún libro caben retratados todos los míseros escritores latinoamericanos que han vendido su vida al mejor postor y se han envilecido en trabajos y en profesiones despiadadas que postergaban una obra o los diezmaba anulando su creación, si hay un libro en el que quede plasmado todo el horror de una censura por tener un pensamiento políticamente incorrecto, si en lo que va de un libro de memorias a una novela sobre la vida y la muerte es posible definir la literatura como lo que es: no un oficio, sino una maldición (y al planeta tierra como lo que es: el engaño de un Dios que da el infierno por mundo), si hay un libro que provoque el prodigio de dos emociones opuestas al mismo tiempo: la ira y la ternura, el odio y el amor, el horror y el valor, la locura y la lucidez, y si hay un libro que sea la venganza de un pobre y exiguo escritor contra todo el género humano (que se lo merece), ese libro se llama Antes que anochezca.

Es el último libro que escribió Reinaldo Arenas antes de lanzarse al vacío desde su apartamento de Hell’s Kitche al pavimento de Nueva York, para así adelantársele a un final inminente a manos del SIDA. Se llama “Antes que anochezca” por la sencilla razón de que Reinaldo Arenas tuvo que vivir varios meses escondido en un parque público de la Habana, huyendo de la policía, y en esos meses tuvo que escribir lo poco o mucho que pudo escribir, antes de que cayera el sol, antes del anochecer.

¿De qué huía el escritor cubano? De casi todo. Huía de sus amigos, que lo traicionaron. De la policía secreta que lo perseguía por contra-revolucionario.

De los escritores que no le perdonaban su independencia intelectual. De su tía, que no le perdonó su homosexualidad y terminó vendiéndolo. Huía del brazo largo de Fidel Castro. Huía de Cuba. De su pasado. Huía sin poder huir. Dormía en los árboles de ese parque, dormía en las piedras, en un lago desecado y a la orilla del mar:


Que se viste de blanco, dicen.

Que es un demonio, dicen.

Que sólo su presencia corrompe, que algunas calles se hanencorvadogracias al maleficio de su mirada.

Que lo vigilan, dicen.

Que de un momento a otro lo van a fulminar, dicen.

Dicenque lo han visto buscar algo extraviado en el pinar cercano.

Que no se peina, dicen.

Que usa pelucas, dicen, que no come,dicen.

Que es terriblemente cruel y que su rostro varía de acuerdo alrigor de las estaciones.

Dicen que por las noches sale a robar a la tintorería cercana.

Dicen que por las noches envenena a los perros,tira cubos de agua hirviendo al patio,Rompe un bombillo,Lanza una piedra a la casa de enfrente.

Que no tiene padres, dicen.

Que no trabaja, dicen.

Que sólo se entiende con el mar, dicen.

Que no es un ser humano, dicen.*


Esto decían, en su persecución, los detractores. Y tal vez era cierto. Tal vez Reinaldo Arenas era todo eso, y más. Era un poeta.

Y un poeta nunca olvida. Ese es su deber. Ser un testigo insobornable. Hasta es las más agudas desolaciones, sin embargo, el poeta parece reírse de una vida que incluso a él mismo, que la padeció, le suena irreal.

Hasta en los momentos más difíciles oímos decir a su humor cáustico: “Procuraba permanecer la mayor parte del tiempo en el agua, (pero) aun en aquella situación de peligro inminente tuve mis aventuras eróticas con muchachos pescadores, siempre dispuestos a pasar un rato agradable con alguien que les echase una mirada promisoria a la portañuela.

”Hay un instante en que el lector de esta memoria formidable levanta la grupa, toma café, fuma una bocana y puede pensar en su confortable sofá que nada puede ir peor con el protagonista, que la huída de Reinaldo Arenas por un mar infestado de tiburones en un neumático con una botella de ron es absolutamente el fin de las capacidades de un hombre, pero baja el pocillo, vuelve a leer, y entonces viene la imposibilidad de escapar, viene el tiempo de vivir en los árboles del parque Lenin, y cuando ya empieza a parecernos insólito que un cuerpo de seguridad en uno de los países más vigilados del mundo sea incapaz de capturar a un pobre escritor desarrapado que se oculta en un parque público, entonces apagamos el cigarrillo con impaciencia, volvemos a leer y viene la captura de Arenas, y cuando pensamos que aquella cárcel del Morro constituye una de las páginas más escalofriantes que se hayan escrito sobre la degradación humana (y que Reinaldo Arenas ya no soportará mucho), escupimos también el tinto y lo cambiamos por vino o Whisky (que misteriosamente echa a saber a sangre y a mierda) y volvemos a leer con aprehensión y llegan las torturas, y cuando pensamos que nada puede ser peor que estar a punto de ser desaparecido sin que nadie sepa de su paradero, volvemos a los cigarrillos y al siguiente capítulo, y con este capítulo viene el descubrimiento y el doble dolor de que tus propios amigos te traicionen, y cuando ya escupimos de asco una vez más y parece que ningún extremo moral y físico puede prolongarse por mucho tiempo, y que vamos a necesitar café para seguir leyendo el resto de la noche el libro de Arenas volvemos a encender el cigarrillo y otro y otro, y todo se dilata en el devenir del relato y en el tiempo perpetuo de los condenados a trabajos forzados.


“Antes que anochezca” tal vez no tenga una prosa muy pulida, es cierto. Pero no porque Arenas fuese incapaz de una prosa pulida.

Basta sumergirse en novelas apasionantes como Otra vez el mar, que tuvo que reescribir cuatro veces (las veces que perdió su manuscrito, o fue confiscado por las autoridades cubanas) y basta pensar en versos pulidos como “Morir en junio Y con la lengua afuera” para saber de ritmo.

No es prosa pulida la de sus memorias, porque se las dictaba a una grabadora para ser trascrita luego por sus amigos de Nueva York.Reinaldo Arenas, tras contraer SIDA, y después de soslayar provisionalmente los embates de dos pulmonías y un cáncer en metástasis, está demasiado débil para teclear. Sabía que la enfermedad desconocida lo mataría pronto.

Había tenido una experiencia mística (que narra hacia el final de Antes que anochezca) y suponía que sus días estaban contados: “Cuando yo llegué del hospital a mi apartamento, me arrastré hasta una foto que tengo en la pared de Virgilio Piñera, muerto en 1979, y le hablé de este modo: ‘Óyeme lo que te voy a decir, necesito tres años más de vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano’.

Creo que el rostro de Virgilio se ensombreció como si lo que le pedí hubiera sido algo desmesurado. Han pasado ya casi tres años desde aquella petición desesperada. Mi fin es inminente. Espero mantener la ecuanimidad hasta el último instante. Gracias, Virgilio. Nueva York, Agosto de 1990”.

Lo dictó todo a su grabadora, pulió alguno de sus ocho libros de novelas, de sus muchos relatos y rimó las últimas poesías, y luego de dictar una carta donde exonera de culpas a todo el mundo, menos a Fidel Castro, se suicida el 7 de diciembre de 1990 arrojándose por una ventana del apartamento.


La imagen viva que le queda al lector de Reinaldo Arenas y de sus memorias, varía según el pasado puritano y militante de tal lector, o según el repertorio de reglas morales que imponga un juicio crítico a una obra que lo trasgrede casi todo. Si usted es de los doctrinarios que detesta y no soporta la idea de que haya homosexuales en el mundo, no lo lea.

Si es de los que aun creen que la salvación de la humanidad es el socialismo, no lo lea tampoco, pues la imagen que va a llevarse bien puede variar entre la de un homosexual resentido que no perdió oportunidad para enaltecer el hecho de haberse tirado a tres mil o cuatro mil muchachitos entre Cuba y Estados Unidos, o la de un gusano contra-revolucionario que predijo la caída de un país herido de muerte por los embates de su propia represión.


La que a mí me queda, sin embargo, es la imagen temible de un hombre avanzando en alta mar sobre un frágil neumático, tratando de huir de su país a otro, no menos infame (“si cuba es el infierno, Estados Unidos es el purgatorio”). La imagen que conservo es la de un escritor cubano, vestido con un viejo bluyín roto por la rodilla y que vaga con una bolsa oscura bajo el brazo donde lleva sus manuscritos para ir a esconderlos bajo las tejas de barro de una antigua casa (antes que sean confiscados por los sabuesos de turno).

La imagen que aun me persigue, no es una sola. Son muchas. Son tantas que se superponen en mis recuerdos de lector. Son, quizá, terribles. Pero entre las más terribles, se levanta, con un brillo de belleza y absurdidad la imagen de un muchacho que se muere de miedo y que es masturbado en un tren por otro muchacho que se muere de hambre.

Hay otra: la imagen entera de la dignidad expuesta en un hombre enfermo que tiene la valentía de arrojarse por la ventana de su edificio antes de presenciar su propia degradación.Y hay una, la últimadefinitiva:la imagen de todos los escritores de Latinoamérica tratados como apestados, obligados por el sistema de turno a ser lo que no quieren ser o a morir en el intento.Lo único que se necesita para escribir, es valor.

Para hacer arte, se necesitan más cosas.

Reinaldo Arenas las tenía de todas, todas. Sexo en su tumba.

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